D'Orbigny, Alcides.
Viaje a la América Meridional. Tomo IV. Realizado de 1826 a 1833.
Plural Ed. 2da Ed. 2002, La Paz.
IN: Bautista Gumucio, Mariano. Santa Cruz vista por cronistas y autores nacionales y extranjeros, siglos XVI al XXI. El País, Santa Cruz, 2013
Al entrar en la llanura, abandoné los últimos límites de la provincia de Vallegrande. Seguí durante tres leguas, un bosque virgen extraordinariamente majestuoso, donde árboles gigantescos cruzan sus ramas y hacen de la ruta una enramada impenetrable a los rayos del sol. En cualquier otra circunstancia, la habría admirado, pero la lluvia caía a cántaros y apenas se veía por el estrecho sendero, donde de cuando en cuando estaba obligado a acostarme sobre mi bestia, para pasar bajo las ramas y a saltar por encima de los troncos de árboles volteados por el viento. Era, sin embargo, la única ruta que existe entre las llanuras del interior y las ciudades de las mesetas, el único medio de comunicación entre Bolivia y el Brasil. A pesar de todas esas molestias, la vuelta del sol trajo la alegría y me sentí dichoso al admirar la belleza de bosque, caminando por un terreno llano después de haber franqueado montañas tan difíciles. Nos detuvimos en un espacio desprovisto de árboles, junto al río, en el lugar llamado Potrero del Rey. Mi admiración duró poco, atenuada por las picaduras de los marehuí, y los millares de mosquitos que, durante toda la tarde, no me dejaron un momento de descanso. Se asaron algunas penélopes cazadas en el camino, y me tendí en tierra, pudiendo más el cansancio que los insectos. Dormí profundamente la mitad de la noche. Un chaparrón cayó entonces, que me empapó hasta los huesos y duró toda la mañana.
Desde mis viajes por las orillas del Paraná y la provincia de Corrientes, había olvidado la picadura de los mosquitos. Sentimos a tal punto los efectos, que, a la mañana siguiente, cada uno de nosotros al mirar la los otros, no pudo aguantar la risa al extremo; nuestros rostros estaban hinchados y desfigurados. Por mi parte, apenas podía abrir los ojos. He observado que las consecuencias de esas picaduras sólo se producen en los primos días. La epidermis se habitúa a la larga. Se siente el mismo dolor, pero no hay inflamación y la picazón es menos persistente. Todo durante esa noche contribuyó a contrariarme. Un jaguar, habituado sin duda a reinar en esos lugares salvajes, rugió varias veces en los alrededores. No sólo espantó a mi tropilla y nos obligó a mantenernos en guardia, sino también las mulas asustadas, sin duda por ese animal se dispersaron por los bosques, sin que quedara una sola en la pascana. Esa triste noticia, que supe por la mañana, vino a aumentar en mi la molestia de estar expuesto a la lluvia. Mientras mis arrieros corrían por los bosques, tratando de hallar los rastros de las mulas, encendí un poco de fuego e hice construir una tiendita bajo la cual me albergué. Teníamos algunas telas de lana apropiadas para los baúles de la inundación general: por eso sólo me quedó un pequeño espacio en el que no podía permanecer ni acostado ni de pie. Cuando hace mal tiempo, la vista del fuego, hasta en las regiones cálidas, hace experimentar un gozo que no se podría definir; es el verdadero consuelo del viajero.
Constantemente mojado, a pesar de mi tienda, pasé una de las jornadas más tristes de mi vida errante. Los elevados árboles que me rodeaban carecían de todo encanto. La vegetación no me parecía tan hermosa; toda la naturaleza había perdido su prestigio; no era más para mí la tierra prometida, sino una horrible soledad, un horrible desierto que sólo me inspiraba pensamientos melancólicos. La lluvia cayó sin interrupción dos días y dos noches, durante los cuales, siempre inundado, la incomodidad de mi situación y la importuna vecindad de insectos encarnizados, no me permitieron gozar del menor descanso. Creo que nunca sufrí tanto. No nos quedaban más víveres que maíz tostado. El mal tiempo no me habría detenido, de haber tenido mis mulas; pero los pobres arrieros, después de haber explorado los bosques en todos sentidos, no lograron reunirlas hasta el tercer día, y con todo faltaba una, que fue presa del jaguar. La hallaron en lo más tupido de la espesura donde el feroz animal la había arrastrado, a cincuenta pasos por lo menos del lugar donde la mató.
La lluvia caía todavía: pero las mulas, una vez halladas, me permitieron partir a las once. Estaban en pleno Monte Grande, que, al pie de las últimas montañas, se extiende hacia el norte, hasta Colombia, por Yuracarés y por Apolobamba. Es un efecto uno de los más hermosos que hemos visto; se compone en ese sitio de árboles enormes; su suelo no está cubierto de vegetación más que hacia el confín, junto al río; le resto está libre y se pueden recorrer todas las partes, bajo sombras impenetrables. A pesar de la incomodidad de la lluvia, la esperanza de hallar pronto descanso en Santa Cruz, me permitió, reanimándome un poco, juzgar más favorablemente el hermoso país que atravesábamos. Nada cansa tanto, sin embargo, como la uniformidad de los bosques. Sería necesario romperla con claros abiertos de tanto en tanto o con casas. Era sin duda injusto que recordando haber deseado árboles en la cima de las cordilleras, para animar el cuadro, quisiera ahora que esos sombríos bosques fueran alegrados por la presencia del hombre. Caminé todo el día bajo esa bóveda de follaje. Hacia la tarde, a los árboles de hojas generalmente enteras, se agregaron algunas palmeras Motacús, cuyas hermosas gavillas de hojas acuchilladas, de más de seis metros de altura, coronando un tronco grueso, liso o provisto de antiguos gajos de hojas, presentaban el aspecto más hermoso, y formaban el más bonito contraste con el resto de la vegetación. La noche llegó a grandes pasos y fue necesario detenernos junto a las orillas del Piray, en medio del bosque. La lluvia había cesado durante la tarde. Me sentía feliz al pensar que gozaría algo de descanso, en medio de ese silencio solemne de la naturaleza, que sólo algunos pájaros nocturnos debían interrumpir. El gran búho americano vino a posarse encima de mi cabeza; y su canto monótono y triste (ñacurutú, tu) repetido a intervalos, fue lo único que turbó algún tiempo la calma universal. Hacia medianoche, fui despertado por un aguacero que me inundó al instante. No me inquietaba mucho recibir la lluvia de día, pero nada resulta más triste en el mundo que ser mojado durante las horas que la naturaleza destina al descanso. Uno es sorprendido; la oscuridad impide abrigarse suficientemente y el tiempo que corre hasta la aurora parece eterno.
Las mulas que escaparon y que era necesario buscar, retardaron la partida. El tiempo era bastante bueno; lo aproveché para dedicarme a exploraciones entomológicas, que fueron de los más fructuosas, siendo el comienzo de la estación de las lluvias la época del año más favorable para esas observaciones. Resulta hasta imposible imaginar la diversidad de formas, el brillo de los colores de millares de insectos que cubren entonces, al menor rayo de sol, las hojas de los árboles. Cuando sólo se conoce nuestra Europa, es imposible formarse una idea justa de los tesoros de todo género que enriquecen la zona tórrida en los lugares boscosos. No me faltaba atravesar más que cuatro leguas de bosques, para llegar finalmente, a la primera casa de esa ruta, la posta aduanera. El bosque, cada vez más hermoso, cambió de aspecto; a medida que avanzaba, los motacús más comunes constituían ellos solos toda la vegetación de lo más curiosa por su conjunto. Llegué finalmente a la guardia, dos casas rodeadas de campos de maíz sustraídos a los bosques de los alrededores. Era el primer lugar habitado desde Samaipata; por eso no sabría expresar con qué placer lo vi. Informado de mi llegada el jefe de aduana que allí reside, no sólo quiso revisar mis maletas, sino que ofreció de corazón una franca hospitalidad, que acepté de buena gana hasta el día siguiente. Apenas llegué, fui a los bosques a fin de continuar mis exploraciones, fructuosas de todas maneras. La lluvia me hizo regresar al techo hospitalario y me retuvo toda la noche y el día siguiente. Durante las dos noches no pude descansar, porque la casa dejaba pasar el agua por todas partes, lo que me obligaba a vigilar mis maletas para preservarlas del diluvio.
Nuestras lluvias de Europa no son nada en comparación con las de la zona tórrida en el verano. Son allí aguaceros incesantes, torrentes que inundan el país y llenan todas las llanuras, formando momentáneamente lagos. Todo está húmedo todo está mojado. La naturaleza entera está bajo el agua. Me felicité de haber escapado de ese flagelo, en las montañas, donde habría muy bien podido quedarme; pero a seis leguas del término de mi viaje, agradeciendo al cielo haberme protegido, pedí algunas horas de sol, para llegar a Santa Cruz. Habituado a desafiarlo todo, cuando se trataba de colecciones, partí a pesar de la lluvia para ir a buscar moluscos en medio del bosque. Me empapé, sin otro resultado, en una exploración de algunas horas.
Me había llamado la atención el lenguaje del escaso número de cruceños que había visto, encontrándoles el acento, los modales y hasta los rasgos de los habitantes de Corrientes. Observé el nombre Piraí del río, perteneciente a la lengua guaraní, de la que había aprendido muchas palabras en la frontera del Paraguay. Todas esas analogías me sorprendieron; pero lo fue aun más, cuando vi llegar a la guardia a muchos indios del villorrio de Porongo, junto al cual nos hallábamos. Sus rasgos me asombraron. Creí reconocer a los guaraníes. Sin embargo, ¿cómo suponer que esa nación habitaba al pie de los Andes, tan lejos de su cuna? Impaciente por fijar mis ideas acerca de esa curiosa analogía, me arriesgué a decirles algunas palabras en guaraní. Me contemplaron estupefactos, no concibiendo, sin duda, que un extranjero conociera su lengua: me respondieron y tuve la certeza de que son verdaderos guaraníes, así como todos los chiriguanos de la provincia de Cordillera. Comprendí desde entonces cómo esos orgullosos descendientes de los caribes debieron rechazar las armas de los Incas, habituados a triunfar más por su número que por su espíritu guerrero, y todas las analogías, que observé ulteriormente entre Corrientes y Santa Cruz, se alcanzaron para mí por la identidad bien demostrada ese momento de esas dos comarcas.
El tiempo menos malo me permitió finalmente ponerme en camino. La llanura está primero entrecortada de bosquecillos y praderas, rodeada al norte por las florestas de las orillas del Piraí, cuyo curso seguí. Penetré en la Pampa (la llanura), desde donde vi en una colinita boscosa, algunas casas dependientes de la ciudad. Pasé el arroyo del Pari, e hice finalmente mi entrada en Santa Cruz de la Sierra, capital del departamento del mismo nombre. Atravesé muchas calles donde vi a todas las mujeres salir a las puertas para contemplarme. Unas gritaban: es un colla; otras, más jóvenes, decía: Yo fui la primera en verlo, será mi camarada, mi visita.
Llegué así a casa de un anciano español, a quien estaba recomendado, y donde fui perfectamente recibido. Se me festejó en todas las formas y pude finalmente acostarme bajo techo y en una cama.
Al día siguiente fui a ver al prefecto, ex militar, muy buen hombre; y al cura Salvatierra, a quien no se puede ver sin amar. Su bello rostro abierto me predispuso desde el momento a su favor; después su amabilidad, sus modales llenos de bondad, produjeron en mí un efecto realmente magnético, que no disminuyó durante mi bastante larga estadía en Santa Cruz. Tuvo la bondad de conseguirme como alojamiento, la más hermosa casa de la ciudad, el antiguo obispado, cuyo alquiler no me costó sin embargo más de diez pesos (cincuenta francos) por mes. Me instalé sin demora, impaciente por comenzar mis tareas. Apenas mis vecinos y los recados de mis vecinas, que, para testimoniar el placer que experimentaban de tenerme cerca de ellas, ponían sus casas a mi disposición, enviándome con sus criadas, bonitos paquetes de cigarros adornados de flores y atados con cintas, o confituras de toda especie en platos de plata. Algunos días después de mi llegada era conocido de todo el mundo y había visitado a mis vecinos y vecinas. En todas partes fui recibido por las mujeres con tanta amabilidad como franqueza, con tanta alegría y placer, que entrevía la permanencia más agradable en la ciudad, donde debía pasar la estación de las lluvias. Durante mis visitas, apenas me sentaba en el estrado de los salones, cuando por orden sus madres, las señoritas, lo mismo que en Corrientes, encendían mi cigarro, lo fumaban un poco, lo sacaban de la boca para ofrecérmelo y me presentaban otro, una vez que el primero se apagaba. Por lo general, me ofrecían también un mazapán y una copa de vino, de licor, de chicha no fermentada de maíz o de guarapo. Todas trataban de enseñorearse exclusivamente de mí o por lo menos de poder decir que tenía preferencia por ellas.
Pocos días después, el prefecto me ofreció un baile y debía acompañar a muchas de mis vecinas; me dirigí a las ocho. Numerosas mujeres se habían reunido en el salón de recepciones de la prefectura. No reconocí al principio a ninguna, por estar acostumbrado a verlas con el cabello cayendo a la espalda, en dos trenzas (partidos) todas con cintas, mientras que entonces las veía con el peinado levantado, adornado con dos peinetas, flores, perlas finas y hasta diamantes; el resto del vestido, en un todo a la francesa, me impresionó por su lujo. La sala se llenó muy pronto. Casi todas las madres se colocaron aparte. Las jóvenes, ricas y elegantemente adornadas, quedaron solas y (puedo decirlo en su favor) en ninguna parte de la república vi una reunión de tan bonitas mujeres o de modales más graciosos. Los hombres, también vestidos al a francesa, no representaban, por su número, la tercera parte del otro sexo; por eso son buscados y cortejados de todas formas.
II
Mis remeros eran Moxos. Cada vez que se bañaban, veía en sus hombros y en sus espaldas, semejantes quemaduras, las anchas cicatrices producidas por las flagelaciones de Semana Santa. Mis preguntas me permitieron saber que los indios se muestran orgullosos de esas cicatrices y que se burlan de los que no las tienen.
Remonté trabajosamente el Piraí hasta el 15 de septiembre; su lecho, al comienzo bastante profundo, se encontraba por momentos atestado de árboles que las corrientes habían arrastrado o de troncos que habían quedado fijos en el fondo y que provocan frecuentes accidentes a las piraguas. Los indios sirionós de las selvas vecinas emplean esas cepas para construir sus puentes suspendidos, de los que tuvimos que romper varios para pasar. Clavan estacas en la barranca, unas, derechas para soportar la cuerda, otras, oblicuas, para atarla, más o menos como en el sistema de los puentes suspendidos, amarran a ellas las lianas, que atan luego a esos troncos que sobresalen del agua y a otras estacas colocadas de la misma manera en la otra orilla. Esos bejucos quedan entonces suspendidos sobre las aguas y mujeres y niños se agarran a ellos para atravesar el curso de agua y no ser arrastrados por la corriente. De esos salvajes sólo vimos sus rastros recientes.
Pronto tuvimos que vencer sucesivamente una larga serie de rápidos formados por especies de saltos de arcilla amarilla endurecida. En cada uno de ellos no había más remedio que descargar las piraguas y arrastrarlas con cabos aguas arriba en medio de la corriente, lo que demoraba mucho nuestra marcha. En dos de esos rápidos, algunos de mi indios, obligados a caminar en el agua, fueron gravemente heridos por el peligroso aguijón de las rayas armadas. Estos peces, como las pastinacas de nuestras costas, tienen en la punta de la cola un estilete filoso de diez centímetros de largo y provisto a los costados de dientes en sierra que desgarran las carnes, provocan atroces dolores y acarrean a menudo acceso de tétano; por desgracia, tales accidentes son muy frecuentes en los nacimientos de todos los ríos. En la época de las crecientes, cubren esas desigualdades de cinco a seis metros de agua, y se pasa sobre ellas sin siquiera sospecharlas. Por lo demás, estos rápidos eran muy interesantes para mí porque me dieron ocasión por reconocer en las arcillas la composición de ese suelo, ordinariamente recubierto de terreno de aluvión y de selvas. Había visto su analogía con los terrenos fangosos de las pampas de Buenos Aires y hasta llegué a recoger en el fondo del gran río gran cantidad de huesos fósiles que no pude traer a Francia. A esos lugares bajos del río debo también el descubrimiento de un nuevo género de conchas de agua dulce, que se hunden en esas arcillas endurecidas, lo mismo que las conchas perforantes de nuestras costas marítimas. Este día cesaron de pronto las selvas de las orillas del Piraí, y navegábamos en medio de un estero a donde vienen a arrojarse dos riachos, el Palacios y el Palometas, que nacen en la llanura de Santa Cruz de la Sierra. Estos pantanos anunciaban el término de nuestro viaje. Ya era tiempo, pues carecíamos de víveres y yo tenía realmente necesidad de volver a encontrar la civilización y el descanso después de 18 meses de peregrinajes en medio de comarcas salvajes. El día 15 a través cuatro rápidos seguidos y llegué al puerto señalado, en la margen izquierda por una gran cabaña techada con hojas de palmera y que estaban separadas del caserío de Cuatro Ojos por un estero profundo de una legua de ancho. Después de hacer desembarcar todas mis colecciones en el puerto y habérselas entregado bajo recibo al guardián del mismo, me encaminé a Cuatro Ojos, en donde volví a mis andanzas terrestres, abandonando para siempre la navegación por los ríos, de la que estaba fatigadísimo.
Impaciente por llegar a Santa Cruz, al día siguiente volví a salir hacia la aldea de Palometas, a diez leguas de allí. Dejé atrás, primero, una pequeña colina arenosa, llamada Isla Pelada porque está rodeada de tierras anegadizas; luego, un pantano y un bosque no sin razón llamado infiernillo: en efecto, el viajero se hunde tanto en ese terreno en hondonada y lleno de raíces, que casi me quedo allí con caballo y todo. Más allá crucé una llanura oval conocida con el nombre de Potrero de las Vacas, y entré en una selva de cuatro leguas de largo, en la que volví a encontrar la misma vegetación que observara en los alrededores de Santa Cruz. Al salir de la selva, estaba en el Rincón del Limón, llanura poblada de ganado y con algunos árboles aislados, en la cual divisé el caserío Puquio y una legua más lejos, Palometas, agradablemente situada en un terreno arenoso, un poco más alto que las llanuras circundantes.
Como no llevaba nada de lo que necesitaba para mis investigaciones, y como por lo demás ya conocía los alrededores de Santa Cruz, no hice más que dormir en Palometas y seguí hasta Portachuelo, situado a unas diez leguas al sudeste. Entre ambos puntos se extiende una llanura arenosa con algunos bosquecillos y árboles asilados, en donde sólo son dignos de mencionar los numerosos rebaños que allí pacen, las estancias a que pertenecen y tres puntos que se distinguen: Loma Alta, especie de colina arenosa, transversal a la dirección que yo seguía; el arroyuelo Asuvicito, uno de los afluentes del Rio Palometas, que se desliza en medio de un bosque; y el caserío San Diego. Portachuelo es cabeza de distrito de esa campaña y uno de los punto más poblados de la llanura de Santa Cruz. Se cultiva allí la caña de azúcar, el tabaco y se crían animales.
Quince leguas separan este lugar de Santa Cruz y quise hacerles en un día. A dos leguas de Portachuelo entré en un terreno arenoso, desigual, absolutamente semejante a las antiguas dunas, que han sido sin duda creadas por las arenas traídas desde las montañas por los desbordas del Río Piraí y amontonadas por el viento. En medio de esos singulares terrenos corren un gran número de riachuelos que se dirigen al Piraí, tales como los ríos Dorado, Maypuba, y San Jorge. Después de éste último curso de agua penetré en un bosque que creyó en las antiguas dunas y finalmente, divisé al Río Piraí, que a esta altura ofrece una playa de arenas movedizas de una legua de ancho, por lo que corre, tanto en una como en otra orilla, una napa de agua, cuya mayor parte de filtra en esta estación, a través de la misma arena y deja apenas un hijo en la superficie. Sólo me quedaba atravesar una llanura que me era muy conocida y de la que ya he hablado. ¡Con qué placer volvía a ver los alrededores de Santa Cruz, en donde alternativamente hiciera zoología y botánica, en donde todos me conocían, desde las autoridades hasta el último chicuelo, cualquiera fuese su pelaje! Al entrar en la ciudad, me detenían a cada paso y oía decir doquiera, como si se tratase de un acontecimiento: Nos vuelve el naturalista.
Regresé con placer a mi antiguo alojamiento y me tomé algunos días de descanso, esperando poder reunir mis colecciones, dejadas en Chiquitos. Recibí de nuevo todas las pruebas posibles de afecto y de consideración de parte de los vecinos; pero, debo confesarlo, las reuniones, los placeres de sociedad ya no tenían ningún encanto para mí. Tenía una idea fija que me perseguía sin cesar: el regreso a mi patria. Por eso, cada vez que desde mi puerta divisaba las montañas azuladas, suspiraba a mi pesar por el momento en que podría atravesarlas para llegar al puerto, meta de todos mis afectos. Me entregué al trabajo más tenaz para poner cuanto antes mis notas al día, y no me ocupé sino de aquello que pudiese acelerar mi partida. Cincuenta días después de mi llegada, ya había enviado bajo escolta mis colecciones a La Paz y me disponía a despedirme. Cuanto más pruebas de bondad se han recibido en un lugar, tanto más difícil es abandonarlo. En efecto, en ninguna parte sentí más pena que al dejar esta ciudad hospitalaria en donde me acogieron como a un compatriota, como a uno de los suyos.
¡Jamás olvidaré Santa Cruz, y ojalá pueda verse en estas líneas la más sincera expresión del reconocimiento que debo a sus vecinos!