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Sisson de Suárez, Jessie Leticia

Viajes. 1890

In: Beaton Cecil. My Bolivian Aunt: A Memoir. Littlehampton Bood Services. 1971

 

Era el 21 de junio de 1890, una tarde agradable de verano, cuando dejé mi casa y mi pueblo natal, Temple Sowerby, donde todo me era querido. Ahí, los carriles eran hermosos y verdes, con un perfume delicioso que sólo la primavera trae, los espinos blancos y rosas en flor, las violetas escondiendo sus cabecitas agraciadas, prímulas y nomeolvides adornando los caminos por doquier. Así fue que cuando dejé mi hogar querido hacia los países extranjeros.

 

¿Me podré olvidar alguna vez la escena tan presente ante mis ojos? “Les Adieus” en la plataforma mientras el tren me llevaba lejos del lado de mis seres queridos,  con lágrimas que sólo un padre puede llorar.

 

Después de darles mi último adiós y mientras estaba sola en el anden del tren, di rienda suelta a mis sentimientos, con ¡oh! una inundación de lágrimas. Me pregunté: ¿los volveré a ver de nuevo? ¿O podré ver sus queridos ojos de nuevo?

 

Con tales pensamientos, arribé a la Estación Penrith. Ahí me encontré con Ella y Percy . Ellos, sabiendo cómo me sentía, entraron en un taxi y se dirigieron a Lark Hall.

 

Domingo 22 de Junio/90. Todos nosotros (Frank , Ella, Etty , Percy, Baby  y yo) manejamos al puente Pooley, por el Parque Lowther y vimos una cosa tan hermosa: una milicia acampaba ahí y la banda de la iglesia estaba tocando “John Peel”. Al entrar a Pooley, nos encontramos con el señor y la señora Wolfenden, almorzamos por invitación. El almuerzo estuvo bien, caminamos por el lado de un lago hacia “Ewesmere”. Manejamos de regreso a Penrith, tuvimos una cena en la campiña alegre y Percy y yo partimos en el tren de la media noche (con cantina) hacia Londres.

 

De la Estación West-end Lane caminamos hacia los Jardines Fairhazel  donde nos quedamos hasta el miércoles del 25 de junio, donde reservamos en la Estación de Waterloo hacia Southampton. Allí, nos quedamos en el hotel South W, con instalaciones espléndidas, escribí a casa y me fui al teatro (Príncipe de Gales), tomé una guinea 2 cajas y vi “Gondoliers” de D’Oyle Carts, una compañía muy buena. 

 

Zarpamos de Southampton (por el S.S. “Medway”), miserable y mojada, sin amigos y muy pocos pasajeros, sólo tres que merecían ser notados. Luego vino ese mareo horroroso de mar, estuve enferma por tres días. Pero mientras pasamos los Azores, el clima se volvió hermoso y el mar se calmó. Al llegar a Barbados el martes, 7 de julio, Pedro arrendó un carruaje y manejamos por el pueblo. Las calles estaban bastante sucias y mugrientas. Los suburbios eran hermosos, bastante rústicos y salvajes; los árboles en flor, con una escarlata brillante. Los nativos, negros, hablan inglés- las mujeres hacen la mayor parte del trabajo ayudando a construir casas, etc. La isla parece una enorme plantación de azúcar.

 

Jamaica: pueblo bastante bonito con una raza fea de nativos; con frentes pesadas, la nariz plana y bocas protuberantes, color negro, cobre y verdusco. Mujeres muy trabajadoras y los hombres flojos.

 

Tan pronto zarpamos, el mar se volvió áspero, lo que los marineros llaman “picado”. Estuve muy mareada, de hecho, como todos en el barco- algunos peor que otros y permanecíamos así hasta llegar a Colón, el 15 de julio, donde fuimos saludados con una lluvia tal, nunca antes vista en Europa. La lluvia nos tuvo prisioneros a bordo del barco de vapor, pero al final, después de gran repiqueo de truenos, la lluvia terminó y entramos a la calle Colón.  Oh, ¡tal calle graciosa hecha de tablones de madera, puestos bruscamente juntos con el carril del tren en el centro! Tan pronto empezamos a conducir, fuimos sacudidos de arriba a abajo, como manteca en una máquina mantequera. Yo “me aferré” a la vida hasta que llegamos a la estación de tren Panamá. Eventualmente una hora pasó hasta que todos “tomaran sus asientos”, en el salón de primera clase (con asientos pulman) y el tren partió lentamente, permitiéndonos bastante tiempo para admirar el paisaje. Pronto pasamos por encima de un río de lo más raro, así que cerré mis ojos esperando lo peor, especialmente cuando el tren se inclinaba en unas curvas peligrosísimas. Oh, ¡qué movimiento! Todos estábamos mareados con severos dolores de cabeza. Qué cosa vieja y desvencijada!

 

Luego el paisaje se volvió un sólo pantano- todo agua y juncos, con pocas personas de aspecto miserable viviendo en chozas por aquí y por allá. No me sorprendió el saber que cada durmiente del tren costó una vida humana; muchos murieron de fiebre, ¡los pobres!

 

Cerca de Panamá vi obras y maquinaria abandonada, oxidándose en el agua y ya mucho trabajo hecho. Uno se entristecía de ver esto.

 

Eventualmente, después de parar en 29 estaciones, llegamos a Panamá. ¡Vaya viaje! Después de bajar de viejo tren dilapidado, entramos en un taxi y nos llevaron al “Grand Central”, el mejor hotel, en la plaza en frente a la Catedral.

 

Dejamos Panamá en el “Serena” con muchos pasajeros de Nueva York. Me presentaron al Ministro boliviano y su familia, el señor Bordas y familia, secretario y amigo. También me presentaron al Ministro y Familia de Chile. Probaron ser lo más agradable y vivaces, especialmente la Srta. de Margarita Elisia. Llegamos a Guayaquil: un pueblo de buen tamaño, se habla español, clima muy caliente y los nativos pasables. Pedro me compró dos alfombras para caballo, 35 y 15 pesos. 

 

En Tumbes vimos a los nativos cortar una ballena y llevarla en cargas a las calderas. ¡Qué vista y qué olor! Sólo el tamaño de la boca era de cinco yardas de largo, dieciocho hombres se sentaron en la lengua, cortando y picando su mandíbula. Un nativo mayor nos informó que 17 barriles de aceite se extraerían de esa lengua. 

 

De todos los lugares que visitamos, Paita se llevó la galleta: no hay una brizna de césped a ser vista y ni un solo árbol. Por millas alrededor, no saben lo qué es la lluvia. Dicen que la arena está llena de ricas semillas, pero no producirá sin lluvia. Cada gota de agua debe ser traída 20 millas en mula y un dólar es cobrado por cada cántaro. El lugar es un desorden arenoso desolado, y lo más sorprendente es que tiene una estación de tren y un teléfono. Aquí, subimos entre 150 a 200 vacas.

 

Al llegar a Eten, nos recibieron gritos de indios que estaban a punto de embarcar toneladas de arroz y maíz indio o mejor dicho, choclo. El paisaje es estéril y no se ve una rama verde y así continuaría, supongo, hasta que llegamos cerca de Lima.

 

Igual la compañía a bordo sobrepasa nuestro esfuerzo inglés (a pesar de estar disgustada con algunos). Las tardes las pasábamos placenteramente mientras cantamos o bailamos (a veces un poco de ambos) y los instrumentos no son escasos, hay un mandolín, guitarra, banjo, piano, etc. Pedro me deslumbra con un poco de esos sentimientos naturales que demuestra en los intervalos.

 

Dieciocho pasajeros se subieron a bordo en algo que parecía la mitad de un barril forrado con una bandera inglesa. Gordos y pequeños, se subieron a ese asiento pintoresco, luego esperaron al montacargas; seguido por un grito y un sacudón. Luego hubo ajetreo al preparar las cabinas, con escaso espacio y comodidades para muchos. Hasta ahora, mi esposo y yo tuvimos una cabina de doble comunicación, pero alrededor de las diez de la noche, nos informaron en voz baja que debíamos acomodar nuestros “bienes y efectos personales” en una sola cabina. Así que con el corazón triste, pero la cara feliz, comenzamos a abultar nuestras cosas una sobre otra; para aumentar nuestra incomodidad, cargaron el tren con 3,000 sacos de azúcar. La maquinaria para la carga está cerca de nuestra cabina, así que el ruido sólo cesó a las 5:30 am. Nunca pude cerrar los ojos.

 

Todo fue ajetreo y conmoción cuando llegamos al Callao y fuimos hacia la orilla en un barco al lado de la familia Varas. Al entrar a la Estación Americana, nos encontramos con muchos amigos del barco de ida a Lima. 

 

Al llegar a Lima todos caminamos al Francia Inglaterra en busca de habitaciones. Las calles estaban llenas, por ser el aniversario de la Independencia. No encontramos cuartos disponibles en el primer hotel ni en el segundo ni el tercero, finalmente nos instalamos e el Hotel Maury, tres familias, concretamente los Borda, Varas y nosotros –después de buscar los cuartos, almorzamos, luego fuimos a mirar una procesión espléndida del “Estado total”, varios regimientos de soldados, cada cual liderado por una banda. Luego vino el Presidente y los representantes del Congreso, todos en traje de gala y con abrigos bordados. La vista era muy feliz y cada mujer y niño usaba un atuendo de feriado, de estilo muy extravagante y de mal gusto, especialmente en los sombreros.

 

La mañana siguiente, sin aguantar nuestra ansiedad por empezar a visitar lugares, era ya tarde cuando nos congregamos en el cuarto de dibujo del señor y señora Varas y se discutieron todos nuestros arreglos para el día, nos separamos y partimos. Mi esposo y yo fuimos a la Exposición. El Presidente, un señor muy serio y mayor, evidentemente muy estimado, distribuyó premios entre 4.000 niños, pero los campos de la exhibición estaban muy llenos para el goce, así que nos fuimos en tren a ver la Alameda, un camino largo y bien conservado con estatuas en cada lado.

 

De vuelta al hotel, nos encontramos con muchos visitantes, los ministros y gente del lugar, que vino a despedirnos. Todos nos acompañaron a la estación. En general, disfrutamos (gracias a la familia Varas), ni muy extravagantemente ni todo lo contrario.

 

Llegamos a Pisco, donde se hace el famoso vino. Solo que ese año, los cultivos habían sido pobres. En Quito tomamos pacas de algodón, etc., etc., un lugar muy bonito con dos iglesias (un tipo de gente muy santa).

 

En el último día a bordo del “Serena”, el capitán Hullah y yo hicimos una programación para un concierto. Todos dieron lo mejor de sí para entretenernos: unos cuantos personajes cómicos lo hicieron espléndidamente y todos parecían tratarme con cariño. Después del concierto, tomamos champagne y todos partimos con buenos deseos para el resto del viaje.

 

La mañana comenzó; a las 6 am nos levantamos, empacamos y vimos cómo arribábamos a Mollendo. ¡Oh! ¡Qué mar tan difícil! Fue muy difícil colocar la escalera al pequeño bote del lado. Tuvimos que esperar nuestra oportunidad y saltar. Pedro estaba colgado de una pierna hasta que una ola atrajo el barco hacia él. Y fue igual de mal en el desembarcadero de Mollendo. Sin embargo, descendimos en una sola pieza.

 

El mejor hotel, y más barato, es donde fuimos tratados amablemente, después de guardar nuestro equipaje de mano en nuestros cuartos. Estaba muy curiosa de ver la iglesia, pero ¡ay! ¡Descubrimos que era una ruina perfecta! De hecho el pueblo había sido casi enteramente destruido por los chilenos durante los cuatro años de guerra contra los peruanos. 

 

Fue lo mismo en la Estación de Mollendo donde comenzamos nuestro viaje en tren hacia Arequipa. ¡Pobres peruanos! Los chilenos habían estallado dinamita para que sólo existiera infraestructura. Y la gente es una raza tan destituida. Aun no se han recuperado del shock de la guerra, y nada más que pobreza se les ve en la cara.

 

Poco después el tren comenzó su largo recorrido, un espectáculo espantoso me contemplaba; un cementerio en el desierto, donde los peruanos enterraron a sus muertos  después que los chilenos mataron a cuantos quisieran. Cientos de pobres almas yacían lado a lado- sin una sola cruz delgada de madera colocada a la cabeza de cada tumba que indicara quién era quién.

 

Seguimos a un ritmo de 22 millas por hora, parando cada cinco estaciones cada una, un cuadro de aflicción peor que el anterior. Todo era arena y piedra de un aspecto estéril. Era un alivio a la monotonía cuando ocasionalmente entreveíamos un valle cultivado, sembrando frutas y vegetales. Finalmente, dejamos los desiertos arenosos por altas montañas pedregosas. ¡El tren partió al lado de precipicios de 60 u 80 pies! Las curvas repentinas y la caída debajo, hacían que uno tiritara cuando uno se asomaba por la ventana. A veces requería todo el vapor posible del motor para jalarnos hacia las montañas; y un peligro añadido era el tamaño de los trenes en que viajábamos alrededor de las curvas afiladas.

 

No lejos de Arequipa, un hombre en una de los trenes de segunda clase se murió repentinamente, dijeron, de consumo, ¡pobre hombre! Y ni un amigo cerca de él. ¡Era una vista muy lamentable! En la próxima estación, los oficiales le pusieron su poncho y llevaron a un tren de carga. Continuamos nuestro camino hacia las montañas y alrededor de curvas, hasta que yo, por fin, estaba feliz de desembarcar en Arequipa después de 172 millas de viaje, que nos llevara 9 horas.

 

Como era habitual, era feriado; el aniversario de la independencia, para mi suerte, siempre una fiesta donde sea que vaya. El pueblo estaba desierto, un lugar sin muchas comodidades, dado el número de terremotos recientes. Una linda catedral, toda alumbrada con lámparas de parafina pero el teatro se estaba apagando sin ninguna belleza en él, el techo era un lienzo rasgado. Las tiendas eran pobres pero el bazar inglés era bueno- muy pocos conocidos pero Doña Belisarda nos visitó y me envió tortas.

 

La mañana siguiente nos levantamos a las cinco para tomar el tramo a la estación de Puno. No hay taxis así que los indios nos llevan el equipaje de mano. 

 

Ni bien comenzamos nuestro viaje de 13 horas, subimos 14,666 pies de altura. Descubrimos que el aire era muy fatigoso. Percy y yo estuvimos enfermos con severos dolores de cabeza y dificultad en respirar. Un pobre hombre estaba tan cerca de la eternidad, que jadeaba por aire, y mediante pastillas y un fluido de fuerte olor, volvió a su anterior estado de salud.

 

Después de un viaje muy tedioso, llegamos a Puno en la oscuridad y forcejeamos hasta llegar al barco de vapor. Pero ¡oh! ¡Qué prospecto miserable! Tantos pasajeros para sólo cuatro cabinas! Y las mejores dos ya estaban apartadas para cuatro ingenieros que estaban yendo a Bolivia. Afortunadamente, las otras dos desgraciadas cabinas cayeron para nosotros. Véanme, en el lado del puerto del salón aproximadamente a medio pie de la mesa de cenar, en la cabina, aproximadamente media yarda de ancho de nuestra pared de cama, con cuatro literas en ella, cada una de aproximadamente 20 pulgadas, una sobre la otra. No había un cuarto para cambiarse; y para ir al baño, uno debía ir al comedor y levantar la tapa de una de las mesas con un cobertor encima en donde un hueco había sido cortado para revelar un platillo de lavamanos (estaño) con jabón y un peine desagradable que todos usan; (durante el día, no le permiten a uno lavarse). La cabina es tan oscura que se necesita una vela al medio día, y en cuanto a la limpieza, ésta no existe. 

 

El piso de la cabina, debo decir, nunca ha sido tocado con agua desde que se estrenara, y la pintura, alguna vez blanca, era marrón y negra. Las sábanas tenían un olor fuerte.

 

Luego de que los pasajeros cenaran, el cuarto se convertía en un dormitorio para hombres. Todo lo que uno toca es asqueroso, y los platos muy vulgares. El almuerzo consistía en salmón enlatado, viejo y fuerte y carnes, con fuertes cebollas crudas encima. Cuando uno descendía al comedor, el olor lo asqueaba a uno tanto, que al entrever la mesa, uno se daba la vuelta, hacia la cubierta, con el estómago vacío. Luego, para llegar a la cubierta, uno debía subir a través de un agujero en el piso, de alrededor de una yarda cuadrada, con escaleras empinadas y un pasamanos negro de sucio; la cubierta es asquerosa y sin instalaciones, ni siquiera un asiento clavado en el piso. En general, sin la atención de sirvientes, etc., el barco a vapor es asqueroso.

 

Pero el lago Titicaca en sí es hermoso: el agua de un azul profundo con muchas canoas hechas de paja, o e junco largo, secado y atado; grueso en un lado y puntiagudo en el otro, exactamente en  la forma de una zapatilla turca levantada en la parte de los dedos. En la distancia, hay colinas que le pertenecen a la historia cuando los chilenos exiliaron a todos los indios viejos hace años. Hay ruinas de edificaciones inca y senderos que llevan a terrazas cultivadas que sostienen las lomas de arena de caerse ya que todo está muy suelto.

 

A pesar de haber llegado a Chililia de noche, no nos permitieron desembarcar hasta las 6 de la mañana del día siguiente. Luego de otra noche de incomodidad, nos levantamos temprano y vimos subir nuestro equipaje en un muelle pequeño que corre hacia el lado. Era una mañana fría y escarchada, toda blanca y helada. Al llegar a la Aduana, el gerente antipático comenzó a rebuscar nuestras cajas hasta que el Prefecto le mandó decir que permitiera que el equipaje de los Suarez pase sin ser examinado.

 

Aquí terminó nuestro “viaje de agua” y comenzó nuestro viaje al estilo tradicional de carruaje, jalado por ocho mulas, asientos afuera y dentro del carruaje, sin vidrios en las “ventanas”, pero con cortinas de goma de las indias y como espaldar, habían lazos de cuero. 

 

Comenzamos a toda velocidad con mulas y ¡oh! ¡El polvo! Entraron nubes al carruaje. Paramos para desayunar y cambiar las mulas. Luego trotamos hasta que inesperadamente, nos encontró Don Rodolfo y Don Belisario Barbery con su “descanso” agradable y un par de caballos finos que estuvimos contentos en cambiar. Conducimos en comodidad hasta que de repente, llegamos para mi sorpresa, vimos La Paz a la distancia. Estaba en el fondo de las montañas. ¡Vaya hueco para construir una ciudad! Y completamente rodeada por montañas, la más alta siendo el Illimani que estaba cubierta de nieve, ya que su forma y belleza resaltaba tan claramente en contra del cielo azul que uno lo sentía enraizado en el lugar con admiración. Comenzamos el descenso a La Paz, pero sin gran miedo y tímidamente por mi parte. Ya que estábamos a tanta altitud y el camino era tan angosto, uno piensa más acerca del último día de vida que de frivolidades. A pesar de que los caballos estaban brincando y ninguno parecía muy estable para tales caminos, gracias a un buen cochero norteamericano, serpenteamos cuesta abajo-una distancia de seis millas-sin heridas. Luego manejamos a través de las calles a nuestros cuartos, ya siendo recibidos por dos señores D. Rodolfo y D. Belisario, donde nos dejaron para descansar y reponernos de nuestra emoción. Luego los dos caballeros volvieron para sacarnos a cenar.

 

Así, día a día pasan: visitantes, incluyendo la familia del presidente, llegaron de dos en dos, a tal punto que ya tengo un círculo de conocidos grande. Tres meses pasaron en La Paz: muy a gusto desde el punto de la vista del mundo exterior, pero por dentro, tengo un gran disgusto, que dejaré de lado .

 

En la mañana del 26 de noviembre en un “Victoria”, Pedro y yo caminamos hacia un garaje de carruajes para nuestra partida de La Paz. Fue más como un funeral que cualquier otra cosa. Nuestros grandes amigos los Velasco, lloraron amargamente. Cada uno me puso un escapulario para que mi viaje fuese feliz y próspero. Así que dijimos “adiós” y dejamos al gran pueblo de Bolivia por otros más pequeños. 

 

Anduvimos por el lado de la montaña “el alto” hasta que en la cima, parecíamos estar en una gran planicie sin fin. Luego, después de dos días y medio (avanzando 50 o 60 millas por día), arribamos al “gran Oruro”, del que habíamos escuchado tanto y encontramos un pueblo muy insignificante: sólo una casa decente en él, y era la casa de Penny ... la única cosa que hace este lugar importante son las minas de plata. Entramos a una de ellas –pertenecientes a Penny, seis de nosotros, cada uno con una antorcha. Caminamos tan lejos como estaba la maquinaria, casi tres millas adentro; en algunos lugares los caminos eran muy angostos y bajos y el aire opresivo. Afuera, en el gran patio, habían decenas de mujeres quebrando piedras para separar aquellas buenas de las malas, decían, lo más preciado de lo ordinario. A todos nos dieron pedazos de mineral.

 

La próxima parte de nuestro viaje fue muy peligroso: las alturas en la que viajábamos eran terroríficas y estábamos totalmente a merced del cochero. Mi miedo más grande vino cuando a mitad del camino cuesta abajo de una montaña, con un precipicio horroroso y un río en el fondo, las mulas comenzaron a correr a toda velocidad bajo el camino angosto e irregular, al que uno apenas podía llamar camino. Si una rueda se hubiera salido o si nuestro cochero hubiera sido descuidado, nos hubiéramos ido cuesta abajo. Afortunadamente, después de haber tenido miedo en cada giro, de subir y luego bajar algunas de esas colinas enormes, llegamos a Cochabamba. 

 

Los diez días pasados fueron lo suficientemente placenteros. Conducimos a Cala-Cala, Quero-Quero, Muyurina, etc., etc., y disfrutamos de las vistas; el campo es muy fértil y la fruta espléndida, especialmente las fresas.

 

De Cochabamba fuimos en carruaje hasta Arani, siendo éste nuestro último viaje en el camino a Santa Cruz y nuestro viaje en mula de retorno. 

 

Empezamos mal, pues ese día fue mojado y sólo hicimos cinco leguas (15 millas). La mayor parte de los días avanzamos 45 a 50 millas por día. A veces el sol era demasiado caliente así que debíamos tomar refugio. Cuando mucha lluvia caía, nos cubríamos con capas de goma de la india, pero las mulas pronto empezaban a resbalar en el lodo. Mi mula se cayó dos veces y me lanzó. Tuve un golpe severo en la rodilla y traté de levantarme, pero el lodo era tan resbaladizo que se hizo imposible. Afortunadamente mi animal era manso. Luego Pedro vino a ayudarme (no sin G ), levantó mi mula por la colina, mientras yo trataba de pararme: incluso cuando intentaba dar un paso adelante y dos para atrás. Cuando tuve tiempo de fijarme en mis moretones, me encontré con una rodilla muy hinchada y negra. Sin embargo, continuamos el viaje y esa noche, un hombre muy bueno y paternal nos acogió. 

 

La siguiente mañana, nos levantamos a las tres y subimos una montaña muy alta. Al amanecer, tuvimos que empezar el descenso hacia Chilón, tuve que desmontar tres veces, ya que el asiento de mi mula se soltó y la montura cayó al revés.

 

Tres días después, en Agua Blanca, me enfermé terriblemente con un dolor espantoso en el estómago: empezó a las 12 de la noche y duró hasta las 4 del día siguiente. Pedro se asustó muchísimo. Dos doctores me atendieron. Yo misma pensé que no iba a sobrevivir. Cuando me sentí un poco mejor, montamos y empezamos nuevamente el viaje. Luego de aproximadamente dos leguas, fuimos a buscar medicinas. 

 

Seguimos viaje sin ningún problema y disfrutamos del escenario inmenso, esos bosques y senderos alineados con flores blancas; algunos helechos de adianto eran como arbustos de grosella silvestres tan altos y frondosos.

 

De Pampagrande seguimos camino a Samaipata donde mulas descansadas y sirvientes nos estaban esperando para llevarnos hasta Santa Cruz. De aquí en adelante, los caminos eran tan malos que era imposible escalar y descender montando. Hice la mayor parte del trayecto a pie. Sin lograr aguantar, me caí dos veces. Hice saltos de hasta dos yardas de alto. Algunas mulas ponían sus cuatro patas juntas e iban resbalando. Otras bailaban sin tener el coraje de saltar. Con la ayuda de un palo fuerte, pude hacer que mi mula saltara a lo seguro.

 

Una noche la oscuridad de repente cayó y aun teníamos que descender una montaña terriblemente rocosa. Mi mula se asustó tanto de la oscuridad que empezó a bailar y se rehusó a saltar encima de las piedras. Aun así tuve que confiar en mi mula porque no podía ver ni mi dedo en frente. Finalmente me desmonté. Tomé las riendas de mi montura, y conduje a la mula delante mío y fui toqueteando mi camino sintiendo con mis pies y manos. De alguna forma u otra, eventualmente llegamos abajo.

 

A dos leguas de Santa Cruz nos recibieron varios hombres, relaciones y amigos de Pedro. Ahí cambié a mi mula por un caballo, y llegué a toda velocidad, hasta la casa de Manuel Suárez.

 

Ahí vivimos hasta enero de 1892, luego me cambié a casa de mi tío Tomás Antonio S. Saucedo mientras Pedro dirigía la construcción de un nuevo camino a Gutiérrez, sufriendo grandes dificultades. Me trataron más de lo que una hija puede pedir.

 

Bueno, recibí visitas, decenas de ellas durante varias semanas. Luego devolvimos la cortesía: la gente era muy inocente y de buen corazón. En tres bailes organizados por los Soruco, Serrate en la Rinconada, canté y me elogiaron mucho. Después de esas noches, siempre se contaba la misma historia, “¿cantará la señora Suárez?” Las canciones favoritas eran “Juanita” y “La Golondrina”.

 

Pero olvidé mencionar que de enero a abril varias cosas pasaron. La primera y más importante fue la revolución en Santa Cruz. Esto comenzó el 2 de enero. Los revolucionarios fueron Toledo, Ardaya, Otazo. Sufrimos sus amenazas e insolencias  por un mes y luego “huyeron”. Pedro, con varios otros extranjeros estuvieron preparados y habían arreglado para organizar la represalia, cuando, desafortunadamente la noche previa, uno de los extranjeros se emborrachó y disparó a uno de los guardias: con este accidente, todo se descubrió. Así que escondimos a Pedro lo más silenciosamente posible. No habían pasado más que unas cuantas horas cuando enviaron a soldados a tomarlo preso.

 

El día siguiente, se publicó una proclamación que decía que todos los hombres jóvenes mayores de 15 debían presentarse y luchar, ya que los regimientos de collas estaban acercándose. Para no mezclarse con todo esto, nosotros (tío Tomás, etc.), nos fuimos al campo a las 2 de la mañana, el 2 de febrero. 

 

¡Cuán bien recuerdo la escena! En silencio sepulcral, montamos nuestros caballos y la luna brillaba antes de dejar el pueblo. Esperábamos que en cualquier momento escucháramos “¡alto!”. Pero zafamos sin ser interrumpidos a pesar de que pasaron muchas noches sin dormir mientras las tropas habían sido enviadas a buscarnos. Luego escuchamos de las tropas collas, y cómo habían conquistado y entrado a Santa Cruz triunfantemente. Gradualmente, las cosas se calmaron y eventualmente volvimos a Santa Cruz. Estuvimos ausentes exactamente 22 días, desde el 2 de febrero al 24. 

 

Luego, en abril, Constanza, la segunda hija de Tío Tomás Suárez, se casó con Don José Prada. Pedro y  yo fuimos sus padrinos. En general, nuestro tiempo transcurrido en Santa Cruz fue muy agradable.

 

Cuando Pedro anunció su intención de ir a su hogar en el Beni, se organizó un baile en su honor como despedida, un gesto hacia él y un gesto hacia mí por mi cumpleaños. Fue muy celebrado con presentes y buques de flores de todas partes (18 en total).

 

Tres días más tarde, Pedro partía, pero en el camino se encontró con un amigo que le dijo que un barco estaba llegando especialmente por él desde su casa. El volvió y resolvió llevarme con él.

 

En otras ocasiones, la familia le había rogado fervientemente que me dejara atrás y él había consentido. Pero esta vez, no quiso escuchar. Desde el momento en el que vieron a Pedro inflexible, lloraron continuamente hasta que nos fuimos. Pobrecitos, ¡son gente de tan buen corazón!

 

En la víspera de mi partida, me rodeé de todos mis amigos- o mejor dicho de algunos cuantos- todos queriendo tocarme: algunos se sentaron en mi espalda, otros en frente y algunos a mis costados- todos tomando mis brazos, manos, hombros, etc., etc. Los consolé diciendo que volvería en 3 meses.

 

Nos sentamos todos afuera, acompañados por hombres y mujeres, en total, unos 40. Era una linda vista. Nuestro amigos anduvieron con nosotros por alrededor de una legua, pero una pequeña llovizna molestosa estaba cayendo y les dije que volvieran antes de que se mojaran enteros. Al final, nos dejaron partir en nuestro viaje.

 

Mientras cruzamos un río muy fuerte y arenoso, mi caballo se volcó y casi me ahogué. Estaba montado con mis alfombras de dormir en el asiento, también una bolsa pequeña con mis llaves. En toda la lucha, perdí mi bolsa pequeña, y ¡tuve que abrir a la fuerza todos mis baúles! ¡Vaya! ¡Y en el camino donde no se pueden obtener o mandar a hacer llaves!

 

Eventualmente, crucé el río encima de un cuero, atado en las esquinas, mientras dos indios me jalaban.  Luego de eso, tuve que volver a montar y todas mis camas y mi monturas estaban mojadas. 

 

Llegamos a Portachuelo en un estado espantoso para enterarnos que nuestra carga no había llegado por culpa de las lluvias torrenciales. No tenía ni una falda para cambiarme. Pero pronto hicimos una y me trajeron enaguas. Esperamos en el pequeño pueblo por alrededor de 10 días antes de partir para Cuatro Ojos. ¡Las siguientes 27 millas fueron terribles! Pasamos por barro y agua que llegaba a la altura del vientre de los caballos. Donde otros caballos caían, mi caballo – uno muy alto- tenía su propia forma de caminar, muy lento pero seguro. Me habría caído varias veces. Una vez que los caballos caían, era difícil librar sus piernas del barro pegajoso.

 

Antes de llegar al trayecto del río, tuvimos que tomar un sendero donde el agua no sólo llegaba a la altura de las monturas, sino que teníamos que encorvarnos para evitar las ramas punzantes y espinas de árboles, de los cuales, uno de ellos se llama palo santo, y está lleno de hormigas cuya picadura dura por horas después de morderlo a uno. Tratar de describir esta parte del viaje es una pérdida de tiempo y papel, así que lo dejo ahí. Sólo diré que eventualmente llegamos al puerto del río Piraí donde encontramos a sirvientes esperando con un barco listo para ser cargado. Por siete días viajamos sin ningún contratiempo. Dejamos el Río Grande el primero de abril y entramos al Mamoré. 

 

En anchura y profundidad, el río es enorme; la corriente va a un ritmo de 4 millas por hora así que los árboles grandes son arrancados de sus raíces y arrojados por el medio del río como un gran barco a vapor. Hay muchos remolinos de agua, algunos de media milla en largo. Cada cierto tiempo, encallamos en un banco de arena en medio del río. Todos los hombres tuvieron que saltar al agua inmediatamente o sino nos hubiéramos mojado todos. 

 

(Nota). Olvidé mencionar el Año Nuevo Carnaval en Santa Cruz, siendo una de las fiestas más agradables del año entero. Varias semanas antes, las mujeres cosen sus disfraces. Ya que no hay modistas profesionales, la necesidad hace que uno se ponga a trabajar. Nosotras (Elisa, Zoraida Suárez, etc., y yo), hicimos 12 vestidos de no gran valor, pero bastante bien cortados y adornados con cintas, mientras que los hombres, dándose igual trabajo que las damas, estaban ocupados comprando los materiales más bonitos (mayormente terciopelo) para los disfraces elegantes. 

 

Finalmente, el corso comenzó. Habían “sociedades” de distintos colores. Tales como la Sociedad Vicaria, vestidos todos de blanco y con sombreros altos puntiagudos, luego la Comparsa de Vestidos de Noche de Dril, en dril blanco puro, con sombreros de ópera, con el viejo Abuelo (podría llamarlo el Abuelo Navideño ya que ciertamente lo representaba a él y nadie más), encabezando la sociedad en la que todos caminaban en tropas compuestas entre 12 y 16 hombres.

 

Del extremo del pueblo llegaron dos bandas de metales de música. ¡Habían decenas! Diré, cientos- a caballo con una persona liderando todo el regimiento. Por supuesto ¡no podía ser otra persona que Pedro! Estuve en un balcón, de donde tuvimos una vista espléndida.

 

Luego tuve que arreglar el cabello de prácticamente todas las primas para el baile que se organizó esa noche. Como la moda común era llevar el pelo en una o dos trenzas, y sólo en muy raras ocasiones se lo llevaba peinado, me cayó el montón, al ser la más experta para peinar a 13 esa noche. Hasta último momento, estuve ocupada. Sin embargo, lo logré y estuve lista a las nueve de la noche. Me puse una seda verde de primavera con cinta blanca fina amarrada con moños palo de rosa pálido y montones de capullos de color palo de rosa pálido, que se decía era el más efectivo y yo realmente lo pensaba también.

 

El baile estuvo abarrotado ya que habían por lo menos trescientas personas presentes. Con los hombres enmascarados o disfrazados, uno debía ser muy cuidadosa. Yo, como regla, traté a todos con reserva.

 

Los vinos, hielos, pollo y ambigú estuvieron excelentes y habían dos bandas de metales muy buenas (sin piano). El baile terminó alrededor de las cinco. 

 

Al ser el día siguiente Domingo de Carnaval”, todos nos vestimos con nuestras “mejores prendas de domingo” para esperar a las “comparsas”. Varias “Sociedades” trajeron bandas, luego hicieron sus ruedos a todas las casas favoritas. Ahí bailan y juegan con botellas de perfume y confeti (por si acaso, es lo más difícil sacárselo del pelo) y después por alrededor de una hora, hay una “limpieza” general y luego otras comparsas arriban, y así se pasa el tiempo del domingo hasta el miércoles.

Por supuesto, cada noche, había un gran baile, así que uno puede imaginarse cuan cansador es bailar todo el día y luego prepararse y bailar entusiastamente toda la noche por tres o cuatro días. Y los vestidos nuevos que uno requiere no son cosa pequeña! Aun así, desde el comienzo hasta el final, fue uno de los momentos más felices que pasé y que no olvidaré.

 

(Fin de nota)

 

Desde que llegamos a Santa Cruz hasta hoy (3 de abril), no he retirado notas sobre lo que ha pasado. Esto se lo atribuyo a los tiempos felices que viví.

 

En agosto tuvimos festividades alegres por el aniversario de la independencia de Bolivia.

 

La Sociedad Filarmónica celebró un baile de vestido largo, organizado en la Tía Narica. El patio se arregló de forma muy bonita y con un estilo poco común, en lo largo de sus seis pilares, a cada lado del corredor, colgaba la bandera boliviana mientras cortinas de lazo y lámparas colgaban a su vez de cada pilar. Una idea que les di, que luego se vio mucho mejor de lo que esperaba: al pie de cada pilar colocamos una pequeña mesa con floreros llenos de flores exquisitas y fragantes: dos en cada mesa y una lámpara en el medio. Habían 20 mesas y 40 floreros, así que imagínense el olor. Las jovencitas tuvieron un gusto exquisito en sus vestidos, aunque se dijo públicamente que yo era la mejor vestida. Usé un tafetán color salmón cubierto con una red de felpilla negra con motas.

 

Pasaron días felices (con la excepción de un gran disgusto que pasó entre Pedro y otra mujer casada). Pero terminaron con las preparaciones de nuestro viaje a Moxos. Antes de partir, Pedro sugirió que diéramos un concierto de beneficencia para el hospital. Así que manos a la obra. Organizamos una Función Lírico-Dramática el siguiente domingo. Dos petit-piezas, música y canto. Canté tres veces, la primera canción “Diamantes de la Corona”, “El Sueño Dorado del Amor” y “El Quillo de Hierro”. Gustó tanto que el pueblo nos pidió que repitiéramos. Así que por tres noches se repitió y ese fue el último “alboroto”  que hicimos antes de dejar Santa cruz.

 

Luego de casi dos años y medio de viaje, Pedro y yo estuvimos por fin cerca de entrar a la capital del Beni. El prefecto del Beni, Samuel Portales, en un intento de reorganizar el campo, decidió “freír a los flacos”. Ha robado hombres y mujeres sirvientes de los “acomodados”, impuso impuestos a los viajeros, y creó grandes dificultades para aquellos que se han creído lo suficientemente inteligentes  para explotar los recursos naturales de su rica campiña. Al acercarnos a Trinidad, nos preguntábamos qué trato nos esperaría.

 

Durante nuestros cuatro días de visita, nos hospedados en las habitaciones del difunto Tío Antonio. Mucha gente vino a vernos, pero algunas de las relaciones de Pedro parecían muy frescas a cuenta de su involucramiento en asuntos políticos. Nos dio gusto partir para Santa Ana. Bueno, Santa Ana fue un tanto un impedimento para mí. Llovía torrencialmente con lluvia tropical y me di cuenta que todos eran tan frescos y reservados, el pueblo estaba en ruinas y todo era abominable. Otra razón para mi desagrado fue que nos alojamos sólo a una cuadra de la madre de Pedro, donde debíamos ir para nuestra comida diaria. Otra objeción: en la tarde, el sol era muy caliente. Santa Ana nunca fue uno de mis lugares favoritos.

 

Como nuestra suerte lo deparó, luego de seis semanas de residencia, abandonamos el lugar. Pedro resolvió partir por un asunto urgente, nos despedimos de todos y viajamos en un barco pequeño: Pedro y yo con seis remeros. 

 

Remamos río abajo al río Yapacaní hasta llegar a la boca del Mamoré, hasta el punto en donde tendríamos que remar río arriba. En San Pedro, dormimos en la playa, o en la ribera, mientras un tigre gruñía toda la noche: me dio bastante miedo. 

 

En Tambuen un Sr. Chávez estaba estacionado con su barco, listo para zarpar. Lo único que necesitaba eran ingenieros y hombres buenos y prácticos que pudieran navegar los ríos. Llevamos a bordo un polizonte de una supuesta revolución en Trinidad y un amigo de Pedro, el Dr. Cubertino. 

 

En este momento del viaje, habían muchos bancos de arena –buenos para dormir. Una noche un viento fuerte del sur sopló y voló nuestros mosquiteros en el aire. Al día siguiente, nos encontramos cubiertos de cabeza a los pies con arena, aproximadamente una pulgada de gruesa. Nuestras ropas de cama eran del color de la arena. Estábamos en un estado asqueroso. Me dio gusto vestirme rápido y salir de esa mugrera. El viento era penetrante. La lluvia de los últimos dos días había afectado de alguna manera el agua que bebíamos y con la que cocinábamos. Se había vuelto lodo, sencillamente. Era imposible lavar un sólo trapo.

 

Esa noche dormimos muy inquietamente en la playa ya que tan pronto alineamos nuestros barcos, escuchamos el sonar de un tambor, bastante cerca. Nos imaginamos que eran los salvajes llamando a sus clanes a comenzar a luchar con nosotros. Así que acomodé una cama a bordo mientras los hombres dormían en la orilla. Disparamos varios tiros y para nuestra sorpresa, nos contestaron con otros tiros río arriba: sabíamos que habían viajeros cerca y temprano la mañana siguiente, dos barcos llegaron a nuestro banco de arena, trayendo consigo a una pobre infante muerta con ellos. La niña había muerto durante la noche de una tos y la pobre madre estaba en un estado triste.

 

La tarde siguiente, llegamos a la boca de rio Yapacaní, dormimos ahí y al día siguiente al amanecer entramos al río Pará. Ahí vimos cerca del río en el banco de arena, a un tigre hermoso, el primero que vi de tan cerca. Llegamos a Paila y arreglamos una pequeña canoa para que fuera delante nuestro a explorar. Le dimos a los hombres comida para seis días solamente, para que pudieran volver rápido. 

 

Una tarde escuchamos el sonido de gruñido de cerdos. Los dos hombres (Pedro y el Dr. Cubertino), saltaron a tierra firme, con pistola en mano y vieron a una tropa de alrededor de 400 hombres. Los persiguieron a alguna distancia. Luego de una ausencia de tres horas y una corrida larga, se perdieron en el bosque. Los dos hombres se adentraron tanto que no podíamos escuchar los disparos de sus pistolas en el río. Me empecé a preocupar, cuando de repente volvieron con cinco cerdos –exhaustos, cansados, hambrientos, con la piel arañada por las espinas, habiéndose dado un gran deporte. Mientras el sol se ponía rápidamente, remamos al lado opuesto del río y ahí despellejamos los cerdos y los cortamos en pedazos; luego los pusimos en chapapas para rostizar. Tuvimos una comida espléndida. Luego de una taza de chocolate en la noche, nos retiramos a nuestras camas en la arena y dormimos hasta cerca de las 4, cuando nos despertó nuestro compañero, el Doctor Cubertino en voz baja, informándonos que habían salvajes cerca. Él escuchó sus pasos en la selva. Me vestí rápidamente y me fui al barco mientras Pedro y el Doctor Cubertino se quedaron en guardia. Les envié balas desde el barco y luego ellos dispararon hacia los ruidos que escuchaban. Ya que aun estaba oscuro y Pedro y el Doctor Cubertino no podían ver nada, escucharon los pasos y descubrieron que los salvajes estaban divididos en dos tropas, una sobre nosotors y la otra por debajo. Obviamente estaban intentando tomarnos y rodearnos por todas partes. 

 

Estábamos en terreno peligroso y cerca de nuestros últimos momentos. Si nuestro compañero no los hubiera escuchado a tiempo, los salvajes nos hubieran cortado en pedazos. Pero para nuestra suerte, nuestra hora de partir de este mundo aun no había llegado.

 

Los sirvientes cargaron nuestras camas y pertenencias y todos nos sentamos en nuestro barco, esperando el alba. Si nos hubiéramos movido, hubiéramos estado en mayor peligro, ya que los Sirionó (como las tropas de salvajes se llaman), nos hubieran atacado en un lugar aun más ventajoso. Cuando partimos al amanecer, esperamos que los salvajes nos siguieran todo el día, ya que el viaje por río es muy lento y difícil (y luego nos dimos cuenta que no podíamos escapar río abajo), pero gracias a Dios no nos molestaron -incluso cuando paramos para comer.

 

La noche siguiente escogimos –no sin gran cuidado- una posición al lado opuesto del río. Preferimos cerdos a salvajes. En cuanto a mi misma, nunca cerré mis ojos- si siquiera en las noches siguientes.

 

Al amanecer navegamos hasta que eventualmente llegamos a La Cruz del Obispo, pero no nos atrevimos a quedarnos una noche por ser considerada el lugar más peligro del punto de fiesta de los salvajes. Así que remamos hasta que se hizo muy oscuro para arriesgar continuar, ya que el río estaba lleno de troncos de árboles.

 

Después de todas estos acontecimientos recientes, me volví muy nerviosa y decidí dormir sola en la cabina pequeña mientras el resto dormía en la playa. En medio de la noche me despertaba por un llanto peculiar que era respondido a distancia. Fui a despertar a Pedro. Después de eso, escuché del bosque, pasos que aplastaban las hojas secas y los palos, así que una vez más, Pedro y Don Cubertino escuchaban con arma en mano. Resultó que quizás nosotros o ellos, no estábamos en una posición ventajosa, así que los salvajes decidieron no disparar su flechas, nuestros hombres tampoco dispararon tiros.

 

Me senté en la cubierta, envuelta en mis alfombras, hasta el amanecer. ¡Sólo quienes han vivido tales sentimientos y pasado tales noches como aquellas pueden imaginarse nuestros pensamientos!

 

Fue una noche fría, con rocío cayendo rápidamente. Nuestros nervios se erizaban al escuchar cualquier sonido. No sabíamos desde dónde o en qué momento los salvajes podían avanzar sobre nosotros. ¡Oh! ¡Muchas noches sin dormir fueron esas! Temía que algo pudiera pasarle a Pedro o su compañero -sin ellos, una mujer estaría perdida; los indios son muy cobardes: tan pronto el peligro se avecina, ellos saltan al agua y dejan al patrón o amo para que se defienda por si solo: así que es “todos por si mismos”.  

 

Antes de partir al amanecer, vimos en el banco de arena huellas bastante frescas de los salvajes. Evidentemente, habían estado esperándonos. 

 

El río Piraí, especialmente en época de lluvia, es uno de los más peligrosos de toda Bolivia: se ha tragado muchas vidas y fortunas en su fuerte corriente; grandes árboles han sido barridos o enterrados en sus remolinos. Varía tanto en profundidad, que aunque uno no pueda entenderlo, en algunas partes el río se vuelve tan ralo que tuvimos que retirar unas 51 arrobas (aproximadamente 95 kilos) y dejarlas escondidas en la selva en Ecquichoma. Pensando que con menor carga podríamos continuar, luego nos daríamos cuenta de nuestro error. Tuvimos que vaciar completamente el barco y poner todo en pelotas (los cueros atados en las esquinas y convertidos en un tipo de horno de estaño cuadrado), y luego dejarlas con los hombres caminando en el agua. Nuestro bote estaba ahora vacío con excepción de algunos comestibles. Tres hombres y dos mujeres sirvientes, junto con Pedro y el Doctor Cubertino y la ayuda de palos largos, lograron empujar el barco con sólo uno de ellos en él.

 

Solo fue al llegar a La Asunta que sentimos que los salvajes habían decidido dejarnos y seguir nuestro rumbo, no en el barco porque el que el río está muy bajo, pero por pelotas. Con nuestra llegada a Cuatro Ojos, llegamos al final de nuestro viaje por río. Aquí permanecí en el puerto varios días mientras los sirvientes volvieron con Pedro para traer la carga que habíamos dejado atrás. 

 

En el segundo día, tuve un ataque terrible de estomago y dolor en mi intestino, que me hicieron echar en cama. Sin embargo, me levanté de la cama para cabalgar y  monté por tres días. Cada día, trotábamos 40 millas durante 9 nueve horas hasta que regresamos a Santa Cruz a la media noche. Hubo una bienvenida amena y un círculo regular, grande y gente que me dio la bienvenida.  

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